MASCULINIDADES EN RESISTENCIA

We're here. We're queer. Get used to it.

jueves, 12 de febrero de 2009

CUERPOS PUNTUALES

Es curioso, por decirlo de alguna manera, cómo la mayoría de los individuos no estamos sujetos a una espacialidad concreta. Y cómo con relativa facilidad nos apropiamos de nuevos territorios apenas sin ser conscientes de ello. ¿Adaptabilidad? ¿Colonización? ¿Desapego? Quizá un tanto de las tres o ninguna. Probablemente tal apropiación obedece a una urgencia expansionista entendida como un asunto de aritmética y política: a mayor área más poder. Lo cierto es que el acto de perimetrar nos remite inevitablemente al individuo recolector, cazador, explorador, temerario, colonizador, conquistador y tirano que llevamos dentro –más por hábito que por genética-; un acción que nos hace recuperar el espíritu nómada que mezcla en partes proporcionales, con frenética ambivalencia, querencia y fuga.

Territorializamos todo: el pensamiento de los otros, el cuerpo del amante, el sitio de trabajo, la silla del aula, el asiento de la sala de espera, el turno en cualquier fila, el lote baldío, la calle, los sitios virtuales, el control remoto, el curul, el conocimiento, las leyes naturales, el concepto Dios. Nuestra experiencia de vida se explica en la posesión y el acaparamiento de bienes, sean personas, objetos o conocimientos, y no en la expropiación de aquello que nos sujeta. La libertad entendida como desujeción (o desprendimiento de aquello que objetualiza) aún no cala en nuestra visión consumista de la existencia.

La posesión nos revela acompañados aunque sea agobiados. La mayoría prefiere estrés en compañía que paz en soledad.

Desterritorializarnos nos haría menos infelices pero quizá también más solitarios. Paceríamos como rebaños de soledades, trashumantes deseosos del perímetro roto en aras de pertenecer a un espacio más grande. ¿Estamos condenados a ser colonizados y a colonizarlo todo? El peso de la sujeción está relacionado más con el número de posesiones simbólicas que llevamos a cuestas que del total de espacios que dejamos signados con nuestro marcaje personal.

Después de todo, en tanto materia, estamos condenados (o es esa nuestra prerrogativa) a ocupar un lugar definido en el espacio y a cumplir inexorablemente las leyes naturales: somos puntos en fuga con aceleración constante.

miércoles, 11 de febrero de 2009

CUERPOS QUE NO IMPORTAN

La posturas que adopta la posición horizontal de mi cuerpo comunican: el ángulo de separación de mis piernas, los movimientos de mis manos, la amplitud de mi espalda, la caída o firmeza de mis hombros; a ello debo sumar el tono de mi voz, mis facciones, el tipo de ropa que porto, el color de mis zapatos, mi combinación cromática; mi estilo. Para los no cenutrios, también lo que digo y cómo lo expreso permite especular sobre mi persona.

Dentro del servicio colectivo Metro de la Ciudad de México, las maneras de captar esas señas de ‘identidad’ de los cuerpos se multiplican o se anulan, de suerte que resulta complejo dar con exactitud con la naturaleza del cuerpo escaneado. A veces, si se tiene suerte o si se es hábil se obtienen aproximaciones. Definiciones cercanas a la que porta el individuo puesto en abismo. Todas esas valoraciones son formas de violencia, ejercicios de exclusión, invasión a la soberanía del cuerpo ajeno.

Sin embargo, por salud mental y en aras de una convivencia sana entre los millones de individuos que copamos el planeta (vamos, la ciudad), se ha obviado la posibilidad de reclamar o responder convenientemente –con justicia- a estas agresiones. Pero que no haya reclamo no significa que no exista conciencia de la afrenta. Tal vez bajo la forma de una supuesta resignación o un cansancio producto de la inercia (se reclama y se obtiene nada o más violencia) es que estas prácticas invasivas se han legitimado en la convivencia diaria. Así es la vida cotidiana se cree, se afirma y se reproduce hasta institucionarla o peor aún, sacralizarla. El sufrimiento es una redención.

Me agota que una aberración legitime a otra. Nada más dañino para la dignidad de las personas como la rutina. O la resignación. Pero resulta que es más complicado virar hacia la resignificación del valor de la naturaleza humana per se. Mientras nos empeñemos en diferenciarnos en términos del sexo biológico y no en función de nuestras capacidades intelectuales, manuales, físicas, emotivas y las que esté dejando fuera al no nombrarlas, la relación entre mujeres y hombres será un circo donde gana el león que traga más pinole.

Segregar a las mujeres en vagones o autobuses especiales me remite inevitablemente a esos trenes con destino a Auswitch; me causa tristeza que en nombre de una supuesta protección las encorsetan más y ellas felices: si no lo fueran se opondrían a esas políticas de exclusión (el discurso es políticamente correcto) que reafirman en la práctica que son débiles, frágiles que es necesario aislarlas de la jauría machista. O aquellas ilusas que se quejan, cuando no encuentran asiento desocupado en el transporte público, que ya no hay caballeros; estúpidas al cuadrado: no se percatan que la caballerosidad más que una gentileza fue y es una forma de sujeción a la voluntad del varón: siéntate tú que no eres fuerte, que eres delicada, que careces de mi estatura moral. Muchas mujeres se han servido comodinamente de esta caballerosidad que ha dado satisfacciones a uno y otro sexo. Luego vienen las quejas.

Lo que no termina por llegar es la deseducación de estas prácticas sexistas en el seno familiar, y luego desarrolladas puntualmente en el ámbito público, y fomentadas por los medios de (in)comunicación. Urge una recuperación del valor del cuerpo tan defenestrado por algunas religiones y otras tantas instituciones; devolver a nuestra materia física una dignidad que la masificación ha convertido en una cifra, un código de barra, un desperdicio. No obstante, hay que reconocer que nos gustan las clasificaciones, las taxonomías, los corrales; que esa idea de igualar a los cuerpos masculinos y femeninos termina por ser sólo discurso y la crítica termina por ser crítica amordazada por el mismo enunciatario (y enunciataria, no sea que me represalíen). Pongo por ejemplo una situación particular: en un grupo de mujeres yo debo asumir (¿estoicamente, resignadamente, chingadamente?) ser anulado cuando alguien (un hombre) se dirige a la audiencia diciendo “estimadas todas”. Que él se sienta incluido en esa feminidad no significa que ipso facto yo también me siento representado en el discurso. Más bien me percibo un cuerpo masculino dejado fuera sólo por ser minoría, como si mis millones de células –incluidas mis neuronas- no contabilizaran y conformaran un lugar en el espacio. Al rato terminaremos diciendo hermano y hermana al sol y a la luna.

Entiendo que puede ser revancha pero no la justifico: ¿y a quién le sirve desquitarse? Yo tengo definida mi postura –que es conciliadora, negociadora- pero eso no significa que por buscar la justicia hacia las mujeres asumiré la injusticia como hombre. Porque si existe un riesgo siempre permanente –una contingencia- es la de destruir lo construido (o reconstruir lo destruido) y regresar al mundo como estaba antes, en esa desigualdad necesaria anterior al caos social que nos rige actualmente.

miércoles, 4 de febrero de 2009

¿QUIÉN MANDA?

Dijo Dios: hágase... y en consecuencia se hizo, hubo, existió. Una voz desde el cielo dijo: "Este es mi Hijo amado, escúchenlo". Y algunos aseguran haberlo oído. La pregunta sin respuesta -o con muchas, quizá- es de quién es esa voz que manda. Porque no es una voz que sugiere o que invita a la conciliación, desde luego que no, es una hegemónica, tiránica, obtusa, tal vez, que crea en el momento en que enuncia y que dicta la hoja de ruta a seguir mientras nombra. Una voz que al reproducirse en el espacio-tiempo existe y hace existir.
Independientemente de la naturaleza de esa voz (física o metafísica) o de su identidad, lo que sí nos queda claro que ésta no es femenina sino masculina. Pues posee todos los atributos que tradicionalmente han identificado a la voz de los varones. Sea un Dios, un mago, un brujo, un quasar, el asunto es que en este acto de habla el enunciador es 'masculino'.
Por ello dicta, ordena, impone, exige, coloniza. Y todo aquello que aspire a quedar fuera de ese mandato no existirá o dejará de hacerlo en cuanto sea excluido -destruido- por no sujetarse al dictado. Si obedece, será un cuerpo represaliado que deberá identificar los elementos de su sujeción para intentar liberarse, desasirse de su esclavitud.
Es esa voz la que ha justificado la represalización de los cuerpos -masculinos y femeninos-, su invisibilidad, su desaparición, su ausencia, su muerte, su silencio, su negación, su no-existencia. De ahí la urgente necesidad de identificar la fuente emisora del sonido, la identidad del sujeto enunciador, para advertir sus intenciones y de algún modo, eso se pretende, desenmascar las intenciones por las que coloniza nuestra morada, el cuerpo, solamente así, podremos aspirar a ser libres.

domingo, 1 de febrero de 2009

LÓGICA DE GÉNERO O EL DETERMINISMO SOCIAL

Una de las consecuencias inmediatas de la denominada lógica de género es creer que todos los hombres son masculinos y todas las mujeres femeninas; ambos, heterosexuales. Y los que no se amolden al grupo, que se queden fuera, que no jodan o que desaparezcan. Esta (i)lógica es la que refuerza la ley social: todos -y todas- somos heterosexuales -ni debería preguntarse-, es lo más lógico, lo natural, lo sano. Este presupuesto es la raíz de la violencia contra las mujeres, la homofobia, la trasnfobia, el rechazo absoluto a toda manifestación sexo afectiva diversa, y en consecuencia, ajena al cánon moral cristiano y represaliador que nos imponen desde la cuna. Incluso antes.

La heterosexualidad, he referido otras veces, no se cuestiona así misma salvo que aparezca en su horizonte un individuo que se asuma o proclame homosexual, lesbiana, transexual, travesti o alguna otra denominación. Ante una confesión abrupta, el buga reacciona con violencia porque es la única manera -injustificada, desde luego- de asimilar su estupor; pues fue educado para dar sentado como natural la universalidad del deseo heterosexual: si a mí me gustan los de mi sexo opuesto, a él o a ella también. La refutación de sus supuestos le resulta siniestro, desconcertante, indigerible.

Afortunadamente la hegemonía de la masculinidad y feminidad heterosexual ha sido cuestionada y llamada a cuentas; un hecho impensable hace 150 años cuando se gestaba lo que sería el movimiento de liberación homosexual: no más la categoría de enfermos, desviados, invertidos, raros, sodomitas, indeseables, impíos, pecadores y toda esa sarta de acuñaciones 'locales' que aportaron las instituciones como el Estado, la escuela y la iglesia (¿dónde no se halla esta última cuando de hacer daño a la humanidad se trata?).

Si se detiene uno a observar y empezamos a hacer cuentas, descubriremos que esas minorías contabilizadas resultan ser una cantidad mayor que la que conforma el grupo de heterosexuales; convirtiendo, por mera matemática básica, en un pequeño reducto de entes raros (que te gusten los de tu sexo contrario bien podría ser una anomalía) a los heterosexuales.

El asunto consiste en desmitificar antiguas normas que no tienen justificación natural ni divina, como algunos oligofrénicos pretenden hacernos creer, sino que apoyados en convenciones culturales han dado un cúmulos de privilegios a unos cuantos y recucido a servidumbre social y sexual a muchos más. No se trata de venganza, sino de justicia.