MASCULINIDADES EN RESISTENCIA

We're here. We're queer. Get used to it.

viernes, 7 de mayo de 2010

LA SAGRADA FAMILIA

¿Existe algo peor que no tener familia? Por supuesto que sí: tenerla. La llamada ‘célula de la sociedad’ es también el origen de la metástasis de pobreza, miseria, violencia, jodidez que nos atenaza por doquier. En el seno de una familia nació Hitler, Pinochet, Videla, Franco, los semper miserabilis wojtyla y maciel por citar algunas alimañas. Afortunadamente con o sin familia también nos han sobrevivido humanistas, genios y artistas. De la ‘sagrada familia’ pues, ha surgido de todo, incluso quien escribe esto.

Con todo, a mí no me basta como para ponerme a cantarle loas a esta organización primaria de explotación, marginación, reproductora de formas de exclusión, humillación y discriminación que algunas y algunos se empeñan en exaltar como si en ella todo fuera amor. ¿En dónde se aprende a discriminar al otro, a despreciarlo, a servirnos de los demás? Mirar con otros ojos este tipo de relaciones nos posibilitaría evidenciar y desmontar mucho de lo impostado, caduco y oscuro que se oculta detrás de toda relación de poder, sea jerárquica o aspire a ser horizontal. El poder es el poder, tautológica y casi ontológicamente.
No fui yo quien inventó a la familia ni seré yo quien la destruya; pero sí adopto una posición frontal contra ella, que razones me sobran. Yo nací y crecí en una en la que el ejercicio vertical del poder posibilitó mi agencia, la invención de formas de resistencia que me permitieron sobrevivir. ¿Cuántos mueren en ese intento de romper el yugo con un padre cuya visión estrecha encorseta (o pretende ello en todo momento) la mirada de los integrantes del clan? ¿Cuántos se arrojan a distintas formas de suicidio buscando remedio a la tiranía de una madre histérica? ¿Existe una estadística de personas víctimas de quienes supuestamente deberían proveerles afecto, seguridad, supervivencia?

Paternidad y maternidad son invenciones culturales. Natural es parir; la crianza es un largo (y doloroso) proceso en el que el niño y la niña van siendo ensartados en una serie de códigos regulatorios que tienen como finalidad el control, la manipulación y la sujeción del sujeto. Según la naturaleza de cada persona, este fichaje se vive con mayor o menor gozo. Ni la paternidad ni la maternidad son esa tarea excelsa que muchas y muchos se empeñan en defender incluso de manera chantajista, para sostener una dinámica de producción y reproducción de ciertos valores (de toda índole), que como producto último alcanza, casi siempre, un sujeto normalizado.

Afortunadamente en este proceso de sujeción quedan resquicios por los cuales el sujeto puede manifestar su oposición, resistirse, re/apropiarse de sí desapropiándose de aquello que le estorba, le es inútil, lo lastra. Si el género es ese proceso constante mediante el cual se va labrando sobre el cuerpo del sujeto el algoritmo que le permitirá la adecuada conducción en el marco social de manera automática, irreflexiva, incardinada, al grado de resultarle después natural; el empoderamiento es el proceso contrario, es la larga y dolorosa tarea de desencuerparse la investidura de género que dejará, por supuesto, la cicatriz, la huella de lo que queda cuando lo que lo habitaba ya no está. El resultado es un sujeto empoderado que deviene en sujeto crítico. A eso se aspira.

Lo que sigue a ese largo e infinito recorrido de liberación deslocaliza al sujeto con respecto a los demás, pero lo coloca en una situación política, de franco enfrentamiento contra aquello que lo encorseta y le impide ser libre. Lo que se entiende por libertad en un sistema dónde al menos existe cierto margen de decisión y elección.

Desgenerizarse, hacerse Queer, enrarararse, quizá no sea posible, pero sí una aspiración válida que cuando surge, lo hace desde el fondo del sujeto represaliado en el interior de la (una) sagrada familia, que tiene mucho de patológica, manipuladora, avasalladora y ruin como nos lo muestra a colores la gran familia católica (embarrada de mierda por doquier) y la santa familia que formó el aborrecible maciel. Para más ejemplos, basta con mirar hacia cualquier lugar, incluso hacia el centro de quien lee.

jueves, 6 de mayo de 2010

MASCULINIDADES ¿EN CRISIS?



Dime sí o no, pero no me hagas sentir mal.
Sexo entre varones. Guillermo Núñez N.

La imagen es bella. Miro a dos hombres en plena colisión, que es como podría definir el contacto corporal entre dos varones presuntamente heterosexuales.
La presunción acá no lleva ningún sesgo, acaso la intención de hacer énfasis en cómo sí se da el contacto cercano, aproximado, entre algunos hombres. Ibrahimovic y Piqué comparten, además de género, el estatus de estrellas mediáticas gracias a la plataforma que es el futbol, en concreto, el club Barcelona.
Futbol-hombre-heterosexualidad, un trinomio apenas cuestionado por las masas, mayoritariamente masculinas, que se desviven proyectando en la pantalla su más caro anhelo de 'hombre cuasi perfecto'. Y estos lo son o parecen, tanto que se han olvidado del can cerbero de la fama y se han encontrado en un momento frente a frente más cercanos de lo que quizá deseaban o insuficientemente próximos, como para sentir la necesidad o deseo de estrecharse de las manos para no interrumpir la brevedad del encuentro.
Suposición pura y dura, desde luego. Pero es que la imagen me fascina, me coloca en un estado de suspensión que me lleva a aventurar si después de ese contacto fugaz siguió un beso más breve aún, o si fue antes el beso y lo que la cámara indiscreta captó fue el final de aquella caricia húmeda. También me gusta mirar lo abstraidos que los dos están de los demás, que han caído bajo el imán de su propio centro de masa y el resto, lo que se alcanza a mirar, sobra.
No sé qué han dicho los seguidores machos y machistas al conocer esta imagen. También ignoro las opiniones de las mujeres seguidoras de estos jugadores. Desconozco si el sueco y el español han declarado ya ante la prensa inquisitoria. A mí me gustaría que no explicaran nada, que no justificarán las razones por las cuales están donde se hallan, haciendo lo que realizan.
Me gusta lo que miro y pienso, en las casi infinitas posibilidades de interpretación que tiene la imagen. Después de todo, no es común, porque así lo dicta la sociedad heteronormativa que nos contiene a todos y a todas, encontrarse con dos hombres famosos en plena colisión de sus cuerpos gozosos.

martes, 4 de mayo de 2010

EL DUELO COMO LUGAR DE MEMORIA


A mi abuela que me enseñó a guerrear.




En la foto me veo sonriente, quizá porque en el fondo estoy muy feliz de estar ahí aunque no lo quiera reconocer. Son las siete de la mañana y hace ya tanto calor (para mí, que prefiero el frío) que apenas estuve unos treinta minutos en el panteón. Es julio 8 y he ido hasta ahí empujado e interpelado por muchos de los temas discutidos a lo largo del Seminario Frontera y ciudadanía impartido por Marisa Belausteguigoitia (PUEG-UNAM).
El ingreso a la maestría, en concreto, a los tres seminarios básicos del PUEG, me había descolocado la existencia (de súbito me habían hecho descubrir, después de más de treinta años, que en mi partida de nacimiento dice: niño mestizo; eso había suscitado asombro –horror- en mi tutora y en Marisa) y ahora había viajado a la semilla (acompañado por mi pareja, solo no habría tenido fortaleza para volver) buscando (pretendiendo hallar) alguna respuesta.

Estoy sobre la tumba de mi abuela que en un par de meses cumplirá diecinueve años de fallecida. Y a pesar de tanto tiempo no discurre un día en el cual no la mencione o haga alusión a ella; de este modo, se mantiene viva en mi cotidianeidad. Evocarla me da seguridad. Me hace sentir que está conmigo y entonces creo que me mira, que me escucha, que me acompaña siempre.

No fui precisamente el primer nieto (el tercero en orden, el primogénito de su tercera hija) ni el más consentido ni el mejor de los cinco que tuvo mi abuela. Pero sí fui el único que se metió en su mundo y terminó por compartírmelo a fuer de la ‘lata’ que le debí dar para que me dejara formar parte de su vida.
La quise como estoy seguro no quiero a nadie más de mi familia, me quiso de modo tal que ante la inexperiencia de mi madre me arropó –literalmente- en sus brazos. Si de alguien aprendí a ser querido, fue de ella. Por eso su muerte en las proximidades del verano de 1991 clausuró para mí toda aspiración a seguir con vida. Quizá por ello, para seguir en pié, fue necesario hacerme creer que está siempre conmigo y que no me ha dejado nunca, que no es verdad que se haya ido, que también es cierto que está a mi lado, como consta en esa fotografía en la que parezco muy feliz.

Hacía muchos años que no viajaba a Tuxpan (noreste del estado de Veracruz) porque aunque existen familiares en ese lugar (la familia paterna está más diseminada por el estado y tampoco tengo trato con ella), para mí no queda nada que no se esa tumba blancuzca en la que yacen los restos de una mujer que en mi emotividad sigue viva.

Desde pequeño di muestras de no ser un niño común, prefería la soledad, el silencio, jugar solitario para poder crear mundos diferentes a ese en el que habitaba. No fue una infancia traumática porque no hubo golpes ni maltrato ni algún drama que me marcara (o eso pienso). Lo que si hubo fue una persistente resistencia a formarme en la fila del género que no quería. Ahora sé que mi rechazo a cumplir el modelo de hombre-niño se debía a que lo percibía tan absurdo, asfixiante, impositivo como también lo es el papel que se exige a las mujeres. Tendría siete años cuando pretendí deslindarme de esos roles, de ambos. No tenía ni idea de las teorías pero había una incomodidad en el cuerpo que me hacía sentirlo espinado, adolorido, como si tuviera que estarlo cuidando siempre del asecho de algo o de alguien que no era visible. O que al menos yo, no identificaba.

Padecí rechazo, incomprensión, críticas y mucha violencia (psicológica, verbal) por parte de padres y amistades, profesores y pares, religiosos y parientes, que pretendían quitarme esas ideas salidas quién sabe de dónde y regresarme al redil (del género, del que por supuesto no sabían nada pero estaban convencidos que tenía que ser así), al buen camino. Nunca les hice caso y mantuve una tensión constante que me hacía desear crecer para largarme lejos y empezar a vivir como quería. Luchar me hacía sentir como mi abuela, que siendo muy joven renunció a seguir viviendo con un hombre flojo que le jodía la existencia; la suya fue una vida de verdad difícil, dura y yo admiré siempre su fortaleza. Ella sacó adelante a sus tres hijos porque le sobraba orgullo. Me contó algunas veces fragmentos de su vida. Y orgullo fue una palabra que yo me repetía cada vez que sentía que caería vencido ante las exigencias de los demás. Creo que los he vencido.

La historia es larga pero la resumo así. La dolorosa muerte de mi abuela catalizó el salto que di a mi libertad. Un año después de su partida yo viajé a Xalapa para ingresar a la universidad y no volví a Tuxpan sino en contadas –e inevitables- ocasiones. En Xalapa, con diecisiete años, me sentí libre por primera vez de ese ambiente opresivo que había experimentado en la infancia y en los años de adolescencia (transcurridos entre Tuxpan y Coatzacoalcos, donde también viví).

Cuando la familia nuclear me alcanzó en Xalapa tiempo después, ya no fue posible que me encorsetaran (soy de los convencidos de que la familia jode más de lo que procura, lo refiero por experiencia). Lentamente había roto las amarras inspirado por una idea de que el cuerpo es mío y que tenía derecho a conducirme de acuerdo a mis deseos. El género llegaría a mi vida muchos años después, pero cuando ocurrió estaba listo para reemprender mi batalla contra la opresión de la norma. No sé si de verdad he vencido (sigo guerreando contra ello cada día), pero cuando estuve otra vez abrazando la fría loza que aprisiona a mi abuela, lloré de alegría sintiendo que sí había ganado la partida, que ella estaría orgullosa de mí sabiendo que como ella, también había podido triunfar sobre el destino no escrito que desde afuera muchas y muchos nos quieren imponer. Anhelo que mi vida valga la pena y le ofrezco como tributo cada una de mis pequeñas victorias, ¿será porque la sigo queriendo?