MASCULINIDADES EN RESISTENCIA

We're here. We're queer. Get used to it.

viernes, 26 de noviembre de 2010

CUERPO: SUJETO Y NATURALEZA



















Mostrar el cuerpo suele ser una provocación que desemboca en la activación de un deseo: voyeur-exhibicionista en el mismo plano, o en una sanción, sobretodo en culturas en las cuales el cuerpo cubierto o desnudo es tabú o pecado. Sin embargo, en las redes sociales abundan los sitios en donde los sujetos pueden colgar sus fotos en las que se ven paisajes, familias, animales, objetos, pero sobre todo cuerpos. Cuerpos de mujeres que al dejarse ver reproducen aquella objetualización tan criticada por muchos y muchas, y que probablemente sólo se muestran por el gusto de lucirse. Pero también miramos cuerpos de hombres, que también se exhiben, muchas veces, con desenfado y podría decirse que incluso con orgullo. La nueva conquista de los otros se libra también en la mirada y en lo mirado.

Las imágenes muestran a un chico enmarcado por el paisaje. Es el mismo sujeto. Un varón joven, blanco, con un cuerpo fuerte, que sonríe a la cámara que lo provoca. Lo miramos y nos observa (detrás de las gafas oscruras, en una de ellas). En las fotos se evidencia una paradoja, que no obstante, consigue enganchar al voyeur: el rostro. Si se mira con detenimiento descubrimos que el rostro acusa un aire infantil (más aun en otras que conforman su album) que contrasta con el resto del cuerpo (musculado). Pero también es posible mirar otras dicotomías: el cuerpo masculino, lampiño (ni un vello que acuse la antigua virilidad), blanco –parecería que el sol no lo toca- contrasta con la naturaleza exuberante y en movimiento frente a la quietud del chico que posa.

¿Qué miramos en estas dos fotografías más allá de lo ya referido? ¿Qué es lo que observa un hombre y en qué detalles repara una mujer? ¿Miran lo mismo los ojos de un heterosexual que los de un homosexual? ¿Existen diferencias entre lo que vemos los otros y lo que observa el propio sujeto retratado y lo que creyó mirar quien tomó la fotografía? Las respuestas se multiplican como las interpretaciones que sea posible hacer sobre lo observado. “Porque el cuerpo sobrepasa el lenguaje, apunta Godelier, y al sepultarse en el cuerpo, el orden que reina en la sociedad y el orden, más imaginario todavía, que es supuestamente el del cosmos, se disfrazan y ocultan en él, y llevan finalmente a los individuos al silencio” (2000:27). Un sonoro silencio.

Es verdad que el cuerpo resulta atractivo porque se aproxima a la idea de belleza que se nos ha impuesto. Es también posible advertir que quien posa es un hombre habituado a enfrentar la cámara, sabe seducir al objetivo que lo convierte en objetivo. ¿Es sujeto u objeto? ¿Qué tipo de sujeto u objeto es? ¿Es un sujeto heterosexual o es otro sujeto? En conjunto, podemos leer que "en el cuerpo se hallan unidas, reunidas y fundidas naturaleza y cultura, condición biológica y aprendizajes sociales, aspectos fisiológicos y sociabilidades incorporadas" (Vergara, 2009:35).

Identifico tres ejes (cuerpo-naturaleza-cultura) que a su vez dan cuenta de una masculinidad 'exhibida' y por tanto expuesta:

a) Un cuerpo rudo, marcado, viril -que se asocia con la masculinidad heterosexual- frente a un rostro aniñado, piel blanca, sin vellos que se asocia con lo femenino (lo cual no implica que el sujeto fotografiado sea gay) Sujeto devenido objeto (de deseo) o de rechazo. ¿Quién admira a un cuerpo así? ¿Quién no tolera su visión?

b) Un hombre de constitución recia que alude a la Naturaleza (a lo viril), que contiene rasgos de debilidad (rostro infantil) que configuran un mosaico dicotómico: fuerte-débil frente a una naturaleza domada-salvaje. El sujeto fijo frente a un movimiento del paisaje detenido en el encuadre. Y aun así, el cuerpo del varón conserva su estatus de viril frente a los “cuerpos de mujeres definidos como pasivos, contrapuestos a los de varones, activos y muchas veces incontrolables" (Olavarría, 2003: 93).

c) El cuerpo y la naturaleza encuadrados y contenidos en la fotografía. La naturaleza enmarca al sujeto, que a su vez atrapa a la naturaleza a través del artefacto cultural de la cámara y de la imagen consecuente.

Posiciones, formas, gestos varios que manifiestan el espíritu indomable del sujeto, se convierten en “representaciones del cuerpo, se recurre constantemente a la sexualidad para atestiguar el orden que reina en la sociedad o el orden que debe reinar en dicha sociedad" (Godelier, 2000: 26) pues en ningún momento, el cuerpo sugiere un afeminamiento. Al contrario, se muestra como la estampa de un hombre verdadero.
Habrá quienes interpreten como una disminución de la virilidad el que el varón se ponga a sí mismo como objeto de deseo, como el centro de la mirada masculina, pero es también interesante observar cómo el chico se las ingenia para no perder rasgos de su masculinidad en ninguna de las dos fotos. Es como si nos dijera: soy tan hombre, que me pongo en el centro de la mirada de los otros hombres sin exponer ni renunciar a mi propia condición de varón.

Si bien “los discursos sobre el cuerpo condenan al silencio" (Godelier, 2000: 25). Los discursos provocados por estas imágenes suscitan sonidos, murmullos, voces que se visibilizan al mismo tiempo que muestran al sujeto que posa, calla y también seduce.

Godelier, Maurice “¿Qué es un acto sexual?” en Cuerpo, parentesco y poder: Perspectivas antropológicas y críticas, Cap I: Cuerpo, Abya-Yala, Ecuador, 2000. pp. 55-89.

Olavarría, José: Estudios sobre masculinidades en América Latina, Anuario Social y Político de América Latina y El Caribe, Año 6, Chile, 2003.

Vergara, Gabriela: “Conflicto y emociones. Un retrato de la vergüenza en Simmel, Elías y Giddens como excusa para interpretar prácticas en contextos de expulsión” en Frigari, Carlos y Adrián Scribano (comp.) Cuerpo(s), Subjetividad(es) y Conflicto(s) Hacia una sociología de los cuerpos y las emociones desde Latinoamérica, CLACSO-CICCUS, Bs. As., 2009, pp.35-52.
P.S. Fotografías mostradas con autorización de su titular, a quien le agradezco la reproducción de estas imágenes.



miércoles, 24 de noviembre de 2010

QUIEN PRUEBA, VUELVE (O QUIERE VOLVER)

Los milagros de Cristo tienen restricciones: el que prueba, vuelve.
A Maxim, que supo decir no a un arrepentido.

Es común que algunos hombres (también algunas mujeres) cercenen partes de su cuerpo para conservar la integridad –fragmentada- de su virilidad (o feminidad). De eso que ellos entienden por ser hombre. Y hombre de verdad. No son pocos los varones que habiendo vivido la experiencia del encuentro sexual con otro varón, huyen arrepentidos dejando a su paso una estela de maldiciones contra el cuerpo que los ha pretendido emputecer y la promesa de que eso, no volverá ocurrir.


Pero como dice el dicho: el que prueba, vuelve (o tiene deseos de volver). Y éstos regresan antes de que en la elasticidad del aire se hayan difuminado sus palabras. ¿Qué es lo que hace que un hombre se comporte de esta manera? ¿Es posible hablar de una homosexualidad no asumida? ¿En esto consiste la bisexualidad?


La respuesta es muchas respuestas. Pero no se trata de etiquetar a estos varones a partir de sus prácticas sexuales sino de nombrarles de tal modo que conservan la dignidad de persona, que ellos insisten en perder a fuer de vivir en esa espiral de deseo-culpa que los lastima, aunque (a veces) no se den cuenta.


Eso de definir a los sujetos a partir del ejercicio de su sexualidad es invento de finales del siglo XIX, de modo, que con un poco de imaginación, es posible subvertir la categoría de heterosexual, bisexual y homosexual que tanto castra el deseo sexual de los cuerpos. No insistiré en aquello de que al nacer tenemos pulsiones hacia los dos sexos -¿sabe la criatura recién nacida que existen dos sexos y que ha sido inscrito en uno de ellos sin ser consultada?-, ni tampoco si en alguna época de la historia de la humanidad las mujeres y los hombres practicaron eso que hoy llamaríamos bisexualidad o si se llegará a ello dentro de algunos años.


La realidad nos rebasa. Basta con indagar en las prácticas sexuales de muchos hombres y de no pocas mujeres, y encontraremos que en algún momento de su existencia, han vivido un encuentro erótico con alguien de su mismo sexo. Eso no es homosexualidad, es placer. ¿Quién definiéndose omnívoro no ha llevado alguna vez una dieta libre de carnes y lácteos sin que por ello se convierta en vegetariano? El ejemplo es burdo, pero sirva para mostrar que el sujeto no es únicamente las acciones que realiza sino la idea que de sí mismo tiene.


Los hombres que van en busca de ese otro emputecido, marginado, feminizado públicamente, defenestrado, pero solicitado en lo privado para aliviar las urgencias de la carne, los deseos insatisfechos en otros encuentros corporales, para vivir las fantasías impronunciables en el espacio heteronormado, o por mera curiosidad y/o gusto, cargan con una culpa que no digieren y que se traduce en violencia contra sí mismos y contra los cuerpos de los sujetos a los que recurren para satisfacerse y/o azotarse.


Te aprovechaste porque estaba pedo, bufa y lanza el golpe. Pinche puto, y sigue la patada. Maldito maricón, y arroja el arma que hiere e incluso puede matar. Otras veces el discurso va contra el varón que lo enuncia: yo no soy así, no sé por qué lo hice. Y a continuación el llanto. Pero no soy puto, eh, sólo quería probar, y huye sin dar la cara. Te juro que es la primera vez que me pasa esto, pero yo soy machín. La cantidad de justificaciones que emite es tal que uno ignora si la retahíla es para convencerse de que ha vivido su deseo o para preguntarse por qué no hice esto antes o sólo para arrebatarnos (egoísta) la porción de placer que su cuerpo nos ha procurado.


Es triste, en todo caso, saber que maldice (daña) al cuerpo que le ha procurado placer y que muchas veces, en nombre de un dios –su dios- jura que no volverá a pasar. En el juramento va implícita la promesa del retorno. Vuelven. Regresan una y otra vez. Sólo que a veces, ya no encuentran a quien buscan y emprenden nuevamente esa penosa migración en busca de un cuerpo que les alivie un ardor, que habitándolos, se niegan a experimentar (y repetir si se quiere) sólo por vivirlo. Son bastantes, los que prefieren regatearse el placer sexual a cambio de una vida presuntamente heterosexual, que entienden, como más deseable de ser vivida.

viernes, 19 de noviembre de 2010

CUERPO DAÑADO-CUERPO REPARADO

¿Puede un cuerpo estar tan dañado que no tenga remedio? Huelga referir que para dar respuesta a esta pregunta hay que matizarla. ¿Qué se entiende por daño? ¿De qué se desea remediar al cuerpo? ¿Qué cuerpo es el que hay que remediar? ¿A que se alude cuando se dice remedio? Según se responda a estas cuestiones el sujeto que pregunta va adentrándose en un laberinto o en una espiral de posibilidades para dar con eso que se busca, que en todo caso será una verdad parcial, a medias.

Un sujeto dañado, lastimado por el aparato estatal, por la institución familiar, reducido por la escuela, basurizado por el mercado económico, marginado a causa de su sexualidad o de su credo, discriminado por su posición económica o por el color de la piel, asolado por la enfermedad, herido por el peso de una memoria trastocada por la guerra y el exilio, y aun por causas inconscientes para el sujeto, tiene remedio, si entendemos por éste una reparación, un desagravio, la vuelta a la salud o a la posibilidad de recordar sin resentimiento, de ser amado.

Desde luego que llevar al sujeto desde un proceso de basurización hacia el amor no es una empresa sencilla. Primero, porque la trayectoria no es lineal ni inmediata ni exenta de dolor, y después, porque hay que identificar cuál es la instancia que posibilitará que ese recorrido acontezca. ¿Tiene el Estado la competencia para reparar, resarcir, subsanar a un sujeto dañado? ¿Qué pueden curar las instituciones? ¿Cómo se remedia a un sujeto dañado sin que el proceso devenga en un tutelaje que mantenga al sujeto en una condición de subalternidad? ¿Es posible cuidar sin tutelar y en ese sentido regresar al sujeto dañado a un estado de sujeto reparado? ¿Vale la pena intentar la reparación?

Apuesto a que es el Estado la instancia conveniente para resarcir a un sujeto dañado cuando tenga competencia en el daño que el sujeto padece o ha padecido. En todo caso, el proceso no será un acto de liberación si el sujeto no ha tomado conciencia de su opresión, del daño que lo abruma, de su malestar. Para exigir la reparación –el regreso a la dignidad socavada, negada, arrebatada- el sujeto debe empoderarse y asumir la responsabilidad en el proceso de su restitución. De otra manera pasa de un sujeto dañado a uno tutelado, pasa de un estado de opresión a uno de subordinación, de cosa dañada a cosa protegida.

La reparación nunca es total, pero sí es posible que ese sujeto arrojado al vertedero de la exclusión, de la Otredad no deseada, acceda a un estado de bienestar que le permita vivir con dignidad, con amor, en paz.

martes, 16 de noviembre de 2010

JE SUIS

De muy chico entendí que más terrible que padecer odio era padecer desprecio"
Sylvia Molloy, El común olvido.


Yo no crucé por los años ochenta, los ochentas me pasaron por encima. Cuando el furor del rock en tu idioma galvanizaba las rebeldías de bastantes, era un niño; cuando tuve edad para vivir esas vidas contadas en las canciones (“viaje de amor, de música ligera”), el mundo ya había amanecido a los noventa. En respuesta a esa imposibilidad ahora no admito ni rabia ni nostalgia: no soporto un karaoke con ese tipo de música. Para paliar el déficit, me anclé en los setentas (prefiero la música disco).

Y mientras los ochentas daban cuenta de un sinfín de sucesos, yo me esforzaba por agarrarme al recuerdo de la tierra donde había nacido, para sobrevivir a la existencia en otra ciudad que me era ajena y que me llevó mucho tiempo (con su respectiva dosis de dolor) adoptar como mía. Y cuando finalmente me sentía a gusto en ese hábitat, regresé al origen. Conclusión: no es que yo estuviera fuera de lugar, es que yo no tenía lugar. O sí, pero uno que no me gustaba, matarile rile ró.

El lugar desde donde se enuncia el halago suele dilucidarse cuando termina lo enunciado. El insulto, en cambio, tiene denominación de origen: difícilmente se olvida a quien nos ha proferido un insulto, una humillación, una descortesía. A mí el insulto me llegó como nombre propio, no como adjetivo. Hay quienes reciben felicitaciones, también quienes adoptan apodos, yo cargué con insultos. Uno solo pero que pesaba como si fueran varios.

No es que antes de éste, El Gran Insulto no hubiera habido algunas palabras cercándome como para darle densidad a mi vida; sí las había: arrogante, presumido, orgulloso, piedritas que me permitían armar castillos sólidos o escalas para saltar al muro allende mis limitaciones. Con esos modos no llegarás a ningún lado, repetía con dolorosa convicción mi madre, como si deseara que sus palabras se tornaran actos –mira por dónde, la performatividad anunciada y no la vi- y sin renunciar a esos modos y sin alejarme de ese caminito torcido que por inercia e intuición, imaginación e inteligencia había seguido: pisé Madrid.

Y así, en un gesto sin precedentes, viví los ochentas que se me habían ido mientras yo dormía y alcanzaba la cúspide de mi torre elaborada con las piedritas que fui acumulando durante años. Y como soy memorioso y algo comprometido, en pleno centro de Madrid, en la Puerta del Sol, agradecí la maldición materna, la materia prima y el insulto que me fundó. O que me hizo cobrar conciencia de quien yo no era. Cuando lo Queer llegó a mi vida, llevaba mucho rato esperándolo.

Así desperté de los años ochenta, con 1989 sobre mis espaldas: el Muro demolido –que cayó sin mi aplauso, pero no podía hacerlo si yo estaba en ruinas-, y la teoría torcida forjándose en un lugar distante e ignoto de mis coordenadas cotidianas. Desperté súbitamente para descubrir que no había estado dormido, que había hecho mío el dolor del "cáncer rosa", que sin saber por qué, lloraba los cuerpos desechados y despojados de nombre –de dignidad- y convertidos, a veces, en cifra -estadística pura y dura-.

Pasarían algunos años más, antes de que rezara con asiduidad el “Hablo por mi diferencia” lemebeliano, y otros tantos para que descubriera que mi acta de nacimiento dice: niño mestizo. ¿Queda algo aún que pueda sorprenderme? Tal vez, pero vuelva mañana, porque hoy estoy cansado y no quiero salir de mi insoportabilidad que me da paz.

martes, 9 de noviembre de 2010

PERIMETRANDO EL NANOLUGAR

¿Quién okupa los espacios llenos? ¿Qué los llena? Abundan los sitios colmados, próximos a desbordar, saturados. Es posible leer en la entrada de los estacionamientos: no hay lugar. En las puertas de acceso de las escuelas: cupo lleno. En los centros de trabajo: no hay vacantes. Doquiera que se deslice la mirada se topará con espacios copados, tapiados, clausurados, negados para el acceso. Hay salidas de emergencia pero no entradas urgentes. La invención del espacio trajo consigo también la materialidad del límite. El cerco. La puerta cerrada. El no.

Sin embargo, el impedimento que deja afuera a muchos no obsta para permitir el acceso –siempre se puede hacer un huequito- a ciertos sujetos, objetos, discursos o acciones. Es decir, el espacio cerrado también inventó la excepción. Esa frontera que cuela y determina lo que ingresa y lo que no. Sobre la ósmosis también aplican restricciones.

Probablemente en ningún otro tiempo, el espacio había cobrado la importancia que tiene ahora, que se tasa en cantidades de varias cifras y se multiplica sólo para reducirlo, atomizarlo y con ello impedir el acceso al mismo. El nanolugar es demasiado pequeño para ser habitado por un ser humano. O por su pensamiento. Bytes versus metros cuadrados. La experiencia del lugar se asume, la mayoría de las veces, a partir de la exclusión: lo no andado, lo no recorrido, lo no habitable. El no-lugar ha devenido en no-estar, en un estar siendo sin ser.

Deambular por la frontera convierte la existencia en un perimetraje. Dar vueltas sobre el contorno de los cuerpos, de las cosas, mirar de lejos a las personas, no tocarlas, enlazarse a partir de ondas electromagnéticas y de microondas, asépticamente. Sentir/se implica el re/conocimiento del lugar, el área, el volumen, la densidad de los cuerpos. Pero la vida que aspira a ser unidimensional impide el encuentro. Sin espacio tampoco hay tiempo. ¡Viva la eternidad! Parece ser la consigna de este mundo.

La condición de tránsfuga resulta ser el estado vital de los sujetos en un siglo en el que habiendo tanto espacio -aun virtual- no hay lugar para la contemplación, el reposo ni la queja. ¿Queda espacio para el amor? ¿Y para el deseo? La vida se reduce a un existir en un “desespacio” y a destiempo. ¿No hay opción? Cómo se responde a esta condena si todo está lleno, está cerrado y se arriba tarde a todas partes. Si acaso se llega.