MASCULINIDADES EN RESISTENCIA

We're here. We're queer. Get used to it.

martes, 21 de junio de 2011

¿PATERNIDAD OBLIGATORIA?

Los discursos que particularmente nos oprimen a todas nosotras y a todos nosotros,
lesbianas, mujeres y homosexuales, son aquellos que dan por sentado que lo que funda una sociedad, cualquier sociedad, es la heterosexualidad.
Monique Wittig.










Ver telenovelas es un doble acto suicida: cuando no (te) destruyen el cerebro, te lo instruyen, que viene siendo lo mismo que lo primero. Una lobotomía y como tal irreversible [que si las hay reversibles ¿por qué existe tanto selembo en las calles?].




Esta mañana, mientras aguardaba en una sala de estar (ser, pensar y desesperar, en mi caso) escuché una frase que merece estar colocada, con letras áureas, en el panteón de las divinidades sabias (¿zafias?). Un personaje de cierta telenovela, reprochaba al personaje femenino la falta de atención, amor, dedicación que le debía por el sólo hecho de que él, sí la ama; entre otras menudencias, el tipo exigía un hijo de ‘su sangre’ [de la de él, of course]. Me volví hacia la pantalla sólo para presenciar la joya literaria: “cualquier hombre quiere su propia descendencia”. (Los entendidos ya adivinaron a qué culebrón me refiero; frase oportuna en el día después del Día del Padre).




La revelación me obligó a anclarme en mi inmovilidad, pasar por alto el tiempo de espera y re/plantearme ‘mi lugar en el mundo’. Como si del Ángel de La Anunciación se tratara, la voz del personaje me descolocó y me arrebató la posibilidad de pronunciar un hipotético fiat.



Como yo no quiero mi propia descendencia, y siendo egoístamente congruente, tampoco quiero cargar con la de alguien más, me asumo irremediablemente un no-hombre; desde luego no soy hombre según la ideología televisa. Y recupero la frase de Monique Wittig: la lesbiana no es mujer (¿qué es un hombre sin hijos?), por tanto carece de ese atributo (esencia, don, privilegio, destino) de toda hembra de la especie, porque al no participar del sistema social, económico, político que es la maternidad, (cuando se es lesbiana sin fisuras -es un decir-, que no se desea un hijo, se entiende) el cuerpo de las mujeres queda desprovisto de su condición de MUJER. Cito a la autora: las lesbianas no somos mujeres (como no lo es tampoco ninguna mujer que no esté en relación de dependencia personal con un hombre) (1).




Asimismo, considero ahora, que los varones que hemos disentido reflexivamente de la paternidad, por ese simple hecho entramos en la categoría de hombres fallidos, si se quiere ser amable al respecto. Pero siendo honestos, el hombre sin hijos no es hombre sino marica (en la mente obtusa de bastantes el trinomio maldito: hombre-masculino-heterosexual; es indisoluble), alguien raro, de cuidado, residual: un no-macho de la especie. Porque en el sistema sexo/género que es un sistema de mercado, se estudia para tener trabajo, y se labora para casarse: tener una esposa, hijos, casa, autos, mascotas y mantener en funcionamiento el sistema heteronormativo patriarcal capitalista. Más o menos, la mente hetero (reduccionista; aunque no la única) así visualiza el proyecto de vida de casi todo sujeto.




Por ello, cuando alguien tuerce esa linealidad (que no es tal, ni continua ni irreversible), se corre el riesgo (y de hecho se asumen todos los riesgos) de ser etiquetado como no varón.



Maternidad y paternidad son productos culturales exaltados fuera de un contexto social-sexual, pero también histórico, económico, político específicos. Cuando se les sitúa en una cartografía vasta, se tienen realidades menos amables, que llevaría a muy pocos (y seguro también a no muchas) decir que cualquiera (hombre o mujer) quiere su propia descendencia. Que lo digan, si gustan, pero no en mi nombre.




(1) La mente hétero está dedicado a las lesbianas de los Estados Unidos y es el texto que M.W. leyó en el marco del Congreso Internacional sobre el Lenguaje Moderno, que tuvo lugar en 1978 en Nueva York [en línea] http://www.zapatosrojos.com.ar/pdg/Ensayo/Ensayo%20-%20Monique%20Wittig.htm (21.06.2011)

martes, 7 de junio de 2011

DEVENIR "BUGA"

Pedir reconocimiento u ofrecerlo no significa pedir que se reconozca lo que uno ya es.
Significa invocar un devenir, instigar una transformación,
exigir un futuro siempre en relación con el Otro.
J. Butler











Si las mujeres y los hombres bugas no hablan de su heterosexualidad, como sí lo hacen (suele plantearse la necesidad de hacerlo) los varones y las mujeres no-heterosexuales, es porque la heterosexualidad no existe: se es hombre y mujer, normales. Lo otro es raro, enfermo, anómalo, antinatural. Se dice, se cree, se exige desde un adentro (supuestamente) dado.




Nombrarse gay, lesbiana, bisexual, transgénero, transexual, travesti, intersexual, Queer o alguna otra de las múltiples posibilidades sexo afectivas y de género que posibilita la materialidad del cuerpo, requiere un proceso de subjetivación que parte de un descubrimiento. De una revelación que viene de afuera bajo la forma de insulto (pocas veces llega como una pregunta sutil) que una vez instalado, se cuela hasta la interioridad del sujeto descubierto.




Lo que sigue (la mayoría de las veces) es un proceso de asimilación y de rechazo (con matices) del que (¿únicamente?) puede dar cuenta quien vive la revelación. En adelante, la lapidación dejará su impronta, un estigma que el sujeto asume como castigo, como una marca que avergüenza y/o un sino desafortunado, hasta que tras un periodo de duelo (puede llamársele como guste) emerge convertido en otro yo. Un sujeto que se renombra, se reapropia de aquello que lo hiere, resignifica la injuria, subvierte la ofensa, se desheterosexualiza.




La presencia de personas no-heterosexuales no sienta las bases para probar la existencia de una normalidad colocada frente a una anormalidad. Antes bien, revela lo antinatural de la heterosexualidad que se afirma como un deseo que nace de una esencia interior contenida en los cuerpos. Y no es verdad. El deseo, como el género y el sexo, son construcciones culturales construidas al amparo de un sistema sexo/género que se traduce en un aparataje de opresión, exclusión, marginación y discriminación constante por parte de una heteronormatividad que, apoyada por la supuesta mayoría cuantitativa, las instituciones y la reproducción, se ha arrogado la propiedad de ejercer el poder, y desde esa posición privilegiada, nombrar y señalar qué es lo correcto, lo deseable, lo normal, lo lógico, lo natural, lo obvio.




Por ello la heterosexualidad no se nombra a sí misma (salvo cuando debe marcar una línea entre ésta y lo otro, ese otro no-deseable) porque da por hecho que ésta es inherente a la condición de los cuerpos sexuados. Obvia (pocas se detiene a reflexionar sobre sí misma) que la asignación de género (masculino/femenino) es una impronta que el sistema heteronormativo patriarcal (y sus filiales) impone a los cuerpos diferenciados sexualmente y con ello funda (da el visto bueno, valida) también el deseo (heterosexual, se entiende). Nacer niño o niña deviene (en las proyecciones de los progenitores y de la familia y la comunidad social) en hombre y mujer (heterosexuales, que es que ni se plantea otra cosa) que llegado el momento procrearán a uno o una más de la especie. La reproducción mantiene y sostiene la lógica del devenir heterosexual.




Inmerso en la investigación feminista, en estudios de género, de subalternidad o poscoloniales, enganchado en lecturas y discusiones sobre teoría Queer, pero también viviendo en la cotidianeidad la exclusión por ser diferente, atrapados aun en el insulto, contenidos en el discurso simulado o en la actuación disimulada, performando el cuerpo, su accionar y sus deseos para cumplir el rol (de sexo y de género asignado), cualquiera puede caer en la cuenta de que la heterosexualidad no es natural frente a prácticas llamadas antinaturales, por la (¿sencilla?) razón de que cuanto existe es una mediación del lenguaje y por lo tanto, la misma distinción (humana) que se hace entre natural y cultural es ya un constructo social, cultural, económico y político situado. ¿Qué es un cuerpo? ¿Qué significa ser heterosexual? ¿Qué es lo no heterosexual? ¿Hay un devenir buga?




Lo que existen son los cuerpos (sexuados, generizados y una psique) y sobre ellos obra una serie de disposiciones sexo genéricas que de acuerdo a su cumplimiento, los coloca (o son puestos) dentro o fuera de infinidad de espacios. El sujeto no heterosexual, pronto (es un decir) aprende (y asume) que si la heterosexualidad no es el lugar de su deseo tampoco el insulto es la sede de su existencia. La gran mayoría se reconstruye, aunque bastantes fracasan en el intento. ¿Quién da cuenta de ese dolor? ¿Quién se duele por esas vidas fracasadas?




Organizados o no, revolucionarios o anárquicos, reivindicativos o anormales con aspiraciones, de closet o sin él, obvios o discretos, masculinizados o feminizados, butch o femme, activos o pasivos o ambos, subversivos o indiferentes (el espectro da para variadas posibilidades y matices), los cuerpos que han interiorizado que su materialidad es el primer límite a ser traspasado, combaten en aras de vivir (y cruzar) todas las fronteras que poseen, no solamente las del sexo, el género y el deseo, sino también las del color de la piel, la clase social, la nacionalidad, la edad, por consignar algunas.




Queda a los hombres y a las mujeres, que han conseguido llamarse a sí mism@s heterosexuales, hacerse un lugar en la lucha social y sexual (si se quiere, desde luego) cotidiana y pelear en bloque (sin por ello dejar de diferenciarse) para construir otro entramado social donde lo que se juegue sea el cuidado, el acompañamiento, el aseguramiento de que toda vida precaria es digna de prosperar y ser reconocida, yendo más allá de los límites (de orden sexo afectivo diverso, pero hay más) que no hacen sino constreñir (toda definición es incompleta) y favorecer el ejercicio de la violencia ante la idea naturalizada de que existe un feudo qué defender frente a otros que hay que destruir, torpedeando (más de las veces) la posibilidad del encuentro.




No hay un devenir buga. La heterosexualidad no existe. Se construye (y deconstruye) en relación con, como todo lo demás.

viernes, 3 de junio de 2011

YO ¿INDÍGENA?

A quienes tienen por hábito subvertir la realidad: a todos y todas por su recibimiento.






¿Qué significa ser indígena? ¿Cómo se construye lo (un/una) indígena? ¿A qué remite tal palabra? ¿Cuáles son las consecuencias que obra sobre el cuerpo de los sujetos a quienes se les coloca tal expresión? ¿Puede el concepto indígena convertirse en una categoría política? ¿En nombre de quién o para qué habla el y la indígena? ¿El (la) indígena puede hablar?



En un país racista, clasista, sexista, machista, misógino, homofóbico y cristiano de nombre, culero en la práctica (la mayoría de las veces), ser indígena (llamado o ser considerado tal), dota al cuerpo de una pátina que lo torna invisible, evitable, lejano, innombrable.



Pero la experiencia de exclusión no solamente la padece el sujeto indígena, también la viven los cuerpos cuya pigmentación se aleja de la tez blanca y cuyos rasgos distan de parecerse a las del rostro celebrado por la prensa y la televisión. El rechazo también se vive cuando las prácticas sexo afectivas no son la heterosexual. O si no se participa de modos (que son condiciones) de vida a las que aspira todo el mundo.



Si el cuerpo se aleja del modelo conductual (estético, ideológico, lobotomizado) que sigue la mayoría, se considera entonces un cuerpo fallido, disminuido, negado. De suerte, que ser indígena en México, como asumirse no heterosexual, negro, mestizo, pobre, mujer, no joven, significa frecuentemente ser un Otro indeseable.



Hasta aquí la queja. En la práctica, los sujetos hemos aprendido a ocultar, hasta donde es posible, los rasgos valorativos que una mirada hegemónica podría visibilizar, y en nombre de esos fallos, dejarnos fuera del juego. Al ejercicio de este poder que domina y constriñe a los cuerpos (algunos), los sujetos responden resistiendo.



Y las posibilidades de respuesta para este ejercicio de poder son muchas. Simulando o disimulando lo que se es, asumiendo distintas maneras de vivir el cuerpo, dotándolo de tecnologías para ejecutar estratégicamente formas de ser, hacer, parecer, sentir y pensar para atravesar la frontera porosa del poder y desestabilizarlo. El intento se realiza constantemente. Y a veces, incluso, se logra pandear su equilibrio precario.



Las tendencias reduccionistas aspiran a facilitar la fagocitación y desecho de los cuerpos que no participan (porque no pueden o no quieren) del modelo en turno. Así, lo indígena desde el ámbito de lo económico es un pobre más; un sujeto que incomoda cuando se le mira desde lo político; una exclusión flagrante, cotidiana, silenciosa, desde un enfoque social; un Otro incomprensible desde la ideología.



El indígena, junto con esos Otros no-deseables, son sujetos en resistencia y en continua tensión no solamente con otros cuerpos (y sistemas) sino con el propio también, para hacer dialogar y escuchar y exigir ser escuchados, con miras a construir realidades que den cabida a la diferencia. Que hay sujetos que permanecen indiferentes (¿resignados?), es cierto. Pero acá hablamos de quienes están en la acción.



El poder hegemónico cuando concede, exige que sea el otro quien se asimile y se integre a la ideología dominante; lo cual suele traducirse en una sujeción consciente, en la que se acepta jugar con desventaja sin apenas protestar. Este poder no se cuestiona a sí mismo ni suele buscar la manera de hacer partícipes de la toma de decisiones, asunción de responsabilidades y compartir los beneficios, a más sujetos. La idea de concesión termina siendo, muchas veces, una suerte de chantaje, una trampa que coloca a los sujetos de frente al vacío y de espalda a la pared.



Ser indígena (y/o algunos Otros no-deseables) en un país como México, que es muchos Méxicos, implica vivir en una lucha por recuperar los territorios de los cuales se ha sido desplazado. Y no me refiero solamente a los geográficos, sino también a los de la toma de decisiones y rendición de cuentas. Descolonizarse de formas de mirarse a sí mismo cuya visión termina por construir (o destruir) un otro fallido.



El reto de negociar un día sí y otro también, la permanencia en el ring social que suele aducir la poca disponibilidad de espacio para dejar a bastantes afuera. Significa, además, emprender el reto de pensar (imaginarse) de otras maneras para acondicionar otros mundos posibles, donde la precaridad de la vida, sea una cualidad y no un defecto, re-conociendo que toda vida, por definición, es digna de ser vivida (con dignidad, se entiende) y en consecuencia, cuidada, valorada, reconocida en su diversidad. En esa tarea estamos bastantes.