MASCULINIDADES EN RESISTENCIA

We're here. We're queer. Get used to it.

jueves, 30 de abril de 2009

FRONTERAS PERSONALES

Cuando se vive en situaciones marginales termina por entenderse que la vida es una suma de fronteras, de límites que encierran o expulsan constantemente, y muchas veces, sin darnos cuenta de esos cambios de geografía en los que nos movemos.
MI VIDA COMO UN ELECTRÓN
Desde pequeño he sufrido el desplazamiento debido a causas menos dramáticas que la guerra, una inundación o el divorcio de los padres. Ni la muerte ha sido razón para muchos de mis cambios de posición, mas no por ello han sido menos dramáticos y sí, en cambio, han dejado huella.
Moverse significa la posibilidad de conocer otros mundos, confrontar realidad distintas a la propia, vaciarse de sus propios referentes y ser inoculado por otros. Negociación, afrenta, carencia, orfandad o asimilación, son conceptos que aprendí a vivir desde pequeño. Ignoro si alguna vez me sentí orgulloso de ello. Lo que sí recuerdo es la resistencia que ofrecí al movimiento y sin embargo, anduve. También es cierto, que andando los años, me siento desvinculado de algún punto específico, lo cual genera melancolía pero me libra de sentimientos regionalistas extremos que he visto en otras personas.
Ser de un sitio o de otro es más una realidad mental y afectiva que geográfica. Sin embargo, carecer de esa pertenencia pesa. No con la intensidad de un exilio o un despojamiento, pero sí como para añorar, algunas veces, la existencia de un nido al cual volver.
Las ventajas de no tener ese punto de convergencia con los demás, también posibilita el fácil tránsito de una región a otra, de una ciudad a otra, de una geografía a otras más similares o completamente diferentes. Carecer de raíces permite mayores libertades, que compensan, si así quisiera considerarse, la ausencia de una tierra-hogar a la cual regresar recurrentemente.
MI CASA ES UN ÁRBOL
De tamarindo era uno de los árboles más viejos en el terreno grande de la casa de mi abuela. Un árbol que sólo existe en mi memoria, cartografía difusa que atesora olores con sentimientos, acciones y recuerdos. El amparo de ese árbol fue forjándose mi emotividad infantil. Para un niño solitario (pese a tener hermanos) éste era el lugar de lo posible, la de la magia y la fantasía, la del llanto liberador y la catapulta de sueños y anhelos que desconocen frontera. Montado en las ramas del tamarindo sólo aspiraba volar; mi anhelo por sobre todas las cosas era ser libre.
Desconozco cuáles sean los sueños de los niños de ahora y cuáles fueron las de mis coetáneos. Pero el mío era crecer y salir del yugo (aún no sabía que lo era pero de la misma manera sentía que algo me limitaba) donde me hallaba contenido. Crecer significó para mí, la posibilidad de moverme hacia donde quisiera sin tener que dar referencias a nadie. Es curioso cómo se llena uno de deseos cuyos objetos de satisfacción se ignoran, pero se intuyen. Desde luego que esto puedo referirlo ahora, a mi edad, y contemplando el largo recorrido hecho para llegar hasta estas palabras.
La mía no fue una infancia difícil ni precaria, más bien fue como debía ser en esa época (setentas), sin carencias materiales ni excesos, sin maltrato físico que pudiera evidenciar mi esclavitud y sí con ciertas prerrogativas de las que tal vez carecieron mis pares. Pero esto no lo sé porque yo vivía muy ajeno a los demás, atrapado en el cerco que mi familia había tendido alrededor de mí, ahora lo sé, para que no sufriera. Y sufrí más.
Sufrí porque pensaba, deseaba, reflexionaba. Si me hubiese contentando con andar por los límites de mi corral habría sido feliz, pero me gustaba bordearlo, salir más allá del mismo, husmear en los linderos y aspirar esa otra realidad allende a mis fronteras. Desear, aprendí pronto, significaba sufrir. Pero padecí a gusto porque eso significaba el inicio de mi liberación.
Otra vez refiero desde el presente. En ese entonces ignoraba que esas incursiones me librarían del cerco. Lo que sí sabía, porque lo sentía en algún lugar de mi cuerpo, era que dolía. Mi proceso de liberación siempre fue doloroso. Quizá por eso, tiempo más tarde, no me resultaría difícil practicar el catolicismo. Después de todo, el que pendía en la cruz sufría tanto como yo.
MEDEA
Si hubiese tenido una madre como la que tiene la gran mayoría sería feliz; si fuese un hijo como los que se espera en la sociedad que uno sea, sería infeliz. De modo que opté por ser feliz. Para serlo no tengo una madre como la mayoría ni yo soy un hijo común. Mi madre y yo somos enemigos irreconciliables porque ninguno de los dos quiere renunciar a ser. No sé a ella, pero a mí me ha costado tanto liberarme que no renunciaría a mí jamás.
Trepado en el árbol de tamarindo se había perfilado mi espíritu volátil, mi cuerpo huidizo, mi carne deseante y deseosa. Tiempo después habría de asumir ese reclamo infantil. El costo aún lo sigo pagando, pero apostar por mí, ha sido la mejor inversión de mi existencia.
CONTINUARÀ

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