MASCULINIDADES EN RESISTENCIA

We're here. We're queer. Get used to it.

miércoles, 11 de febrero de 2009

CUERPOS QUE NO IMPORTAN

La posturas que adopta la posición horizontal de mi cuerpo comunican: el ángulo de separación de mis piernas, los movimientos de mis manos, la amplitud de mi espalda, la caída o firmeza de mis hombros; a ello debo sumar el tono de mi voz, mis facciones, el tipo de ropa que porto, el color de mis zapatos, mi combinación cromática; mi estilo. Para los no cenutrios, también lo que digo y cómo lo expreso permite especular sobre mi persona.

Dentro del servicio colectivo Metro de la Ciudad de México, las maneras de captar esas señas de ‘identidad’ de los cuerpos se multiplican o se anulan, de suerte que resulta complejo dar con exactitud con la naturaleza del cuerpo escaneado. A veces, si se tiene suerte o si se es hábil se obtienen aproximaciones. Definiciones cercanas a la que porta el individuo puesto en abismo. Todas esas valoraciones son formas de violencia, ejercicios de exclusión, invasión a la soberanía del cuerpo ajeno.

Sin embargo, por salud mental y en aras de una convivencia sana entre los millones de individuos que copamos el planeta (vamos, la ciudad), se ha obviado la posibilidad de reclamar o responder convenientemente –con justicia- a estas agresiones. Pero que no haya reclamo no significa que no exista conciencia de la afrenta. Tal vez bajo la forma de una supuesta resignación o un cansancio producto de la inercia (se reclama y se obtiene nada o más violencia) es que estas prácticas invasivas se han legitimado en la convivencia diaria. Así es la vida cotidiana se cree, se afirma y se reproduce hasta institucionarla o peor aún, sacralizarla. El sufrimiento es una redención.

Me agota que una aberración legitime a otra. Nada más dañino para la dignidad de las personas como la rutina. O la resignación. Pero resulta que es más complicado virar hacia la resignificación del valor de la naturaleza humana per se. Mientras nos empeñemos en diferenciarnos en términos del sexo biológico y no en función de nuestras capacidades intelectuales, manuales, físicas, emotivas y las que esté dejando fuera al no nombrarlas, la relación entre mujeres y hombres será un circo donde gana el león que traga más pinole.

Segregar a las mujeres en vagones o autobuses especiales me remite inevitablemente a esos trenes con destino a Auswitch; me causa tristeza que en nombre de una supuesta protección las encorsetan más y ellas felices: si no lo fueran se opondrían a esas políticas de exclusión (el discurso es políticamente correcto) que reafirman en la práctica que son débiles, frágiles que es necesario aislarlas de la jauría machista. O aquellas ilusas que se quejan, cuando no encuentran asiento desocupado en el transporte público, que ya no hay caballeros; estúpidas al cuadrado: no se percatan que la caballerosidad más que una gentileza fue y es una forma de sujeción a la voluntad del varón: siéntate tú que no eres fuerte, que eres delicada, que careces de mi estatura moral. Muchas mujeres se han servido comodinamente de esta caballerosidad que ha dado satisfacciones a uno y otro sexo. Luego vienen las quejas.

Lo que no termina por llegar es la deseducación de estas prácticas sexistas en el seno familiar, y luego desarrolladas puntualmente en el ámbito público, y fomentadas por los medios de (in)comunicación. Urge una recuperación del valor del cuerpo tan defenestrado por algunas religiones y otras tantas instituciones; devolver a nuestra materia física una dignidad que la masificación ha convertido en una cifra, un código de barra, un desperdicio. No obstante, hay que reconocer que nos gustan las clasificaciones, las taxonomías, los corrales; que esa idea de igualar a los cuerpos masculinos y femeninos termina por ser sólo discurso y la crítica termina por ser crítica amordazada por el mismo enunciatario (y enunciataria, no sea que me represalíen). Pongo por ejemplo una situación particular: en un grupo de mujeres yo debo asumir (¿estoicamente, resignadamente, chingadamente?) ser anulado cuando alguien (un hombre) se dirige a la audiencia diciendo “estimadas todas”. Que él se sienta incluido en esa feminidad no significa que ipso facto yo también me siento representado en el discurso. Más bien me percibo un cuerpo masculino dejado fuera sólo por ser minoría, como si mis millones de células –incluidas mis neuronas- no contabilizaran y conformaran un lugar en el espacio. Al rato terminaremos diciendo hermano y hermana al sol y a la luna.

Entiendo que puede ser revancha pero no la justifico: ¿y a quién le sirve desquitarse? Yo tengo definida mi postura –que es conciliadora, negociadora- pero eso no significa que por buscar la justicia hacia las mujeres asumiré la injusticia como hombre. Porque si existe un riesgo siempre permanente –una contingencia- es la de destruir lo construido (o reconstruir lo destruido) y regresar al mundo como estaba antes, en esa desigualdad necesaria anterior al caos social que nos rige actualmente.

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