MASCULINIDADES EN RESISTENCIA

We're here. We're queer. Get used to it.

martes, 7 de abril de 2009

RECORDAR CONTRA TODA TENTATIVA DE OLVIDO

Pienso que el día que olvide quién soy -según mi propia definición de mí mismo- dejaré de existir. Me concibo como una materialidad que recuerda, ergo siente. Y tener conciencia de ello es estar vivo. Así lo creo. Por eso cada vez que debo mirarme en el espejo del ayer más que buscar la entrada al laberinto sello las ventanas para no escapar por algún resquicio sin haber obtenido lo que quiero. Recordar, para mí, es reconstruirme.

Viajo ahora al ‘sur de mis recuerdos’. A esos paisajes calurosos y salinos que nutrieron mi sangre y mi emotividad. A mí no me formó el cantoral popular de los ochentas que escuchaba sin querer bajo la fronda de un árbol de la casa de mi abuela. No fui tocado por las celebridades de rock ni por el anhelo de conquistar a la estrella musical de moda. A mí me labró la piel la soledad y el silencio que fueron mi única compañía cuando otros rezaban al ángel guardián.

A mí me cobijó el mar y sus misterios. Nadie me miró llorar ni nadie supo que lo hacía. Mi soledad era el territorio por donde podía fragmentarme y dolerme por mi diferencia que en ese entonces no sabía por qué era así. Uno no se descubre diferente, lo nombran así e ipso facto uno existe raro, distinto, extraño. La marginalidad es una consecuencia voluntaria u obligada pero nunca anterior a la enunciación excluyente. El silencio, fue el tiempo de las penas que se hacían carne en mi cuerpo como estigmas que llevaba enmudecido primero con temor, después con orgullo. Cuando se es sensible (¿qué culpa tengo yo de haber nacido apasionado?) uno tiene buena memoria, por eso no he conseguido olvidar la primera vez que me gritaron choto. Y la nombro y viene a mí la palabra como una pelota de futbol y se me estampa en el rostro y me sangra en la nariz. No lloré pero sí me dolió. Ese fue el primer día de lo que después sabría se llama ser homosexual.

Como vio Dios que era bueno que me masacraran verbalmente, permitió que luego fueran los golpes, y luego la combinación de palabras y golpes, y luego el rechazo, la exclusión y la marginalidad. Pero como vi que era más bueno mandar a Dios y a sus secuaces a la chingada, me hice listo; activé mis neuronas y me torné el más inteligente, el más aplicado, el más cabrón que bonito y me jodí a mi clase, primero, a mis vecinos, después, y a mi familia últimamente. Cuando no se es bonito ni rico lo único que queda es revelarse rabiosamente inteligente, capaz. Y yo eso hice puntualmente.

El largo camino al que me orilló a andar aquél primer insulto me llevó también a re-conocerme. Con el tiempo, y no con la facilidad con que un masoco lo haría, terminé por perdonar –disculpar- a mi agresor. Después de todo, tras él hubo muchos más que me exigieron aprender a defenderme y tener siempre lista una estrategia de supervivencia. Lo que para muchos es motivo de ancla, para mí fue el viento que movió mi barquito. Los recuerdos no curan las heridas pero permiten mirar con perspectiva y colocar en un sitio más justo –o menos injusto para uno mismo- las vivencias que nos han marcado.

Yo soy mi memoria y mis olvidos voluntarios. Soy el niño aquél que conoció la extranjería a partir del insulto y fue el exilio social lo que me llevó a conocerme y delimitar mi persona. Poseer la capacidad de mirar atrás y confesar que he vivido me da la satisfacción del guerrero que ha triunfado en casi todas las batallas. No sé si al tener enfrente a mi primer agresor le daría la mano; lo que sí hice hace mucho tiempo fue darle las gracias. Con tanto peso en la espalda no habría podido avanzar tan lejos.
México, D.F. miércoles 25 de marzo de 2009

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