MASCULINIDADES EN RESISTENCIA

We're here. We're queer. Get used to it.

martes, 4 de mayo de 2010

EL DUELO COMO LUGAR DE MEMORIA


A mi abuela que me enseñó a guerrear.




En la foto me veo sonriente, quizá porque en el fondo estoy muy feliz de estar ahí aunque no lo quiera reconocer. Son las siete de la mañana y hace ya tanto calor (para mí, que prefiero el frío) que apenas estuve unos treinta minutos en el panteón. Es julio 8 y he ido hasta ahí empujado e interpelado por muchos de los temas discutidos a lo largo del Seminario Frontera y ciudadanía impartido por Marisa Belausteguigoitia (PUEG-UNAM).
El ingreso a la maestría, en concreto, a los tres seminarios básicos del PUEG, me había descolocado la existencia (de súbito me habían hecho descubrir, después de más de treinta años, que en mi partida de nacimiento dice: niño mestizo; eso había suscitado asombro –horror- en mi tutora y en Marisa) y ahora había viajado a la semilla (acompañado por mi pareja, solo no habría tenido fortaleza para volver) buscando (pretendiendo hallar) alguna respuesta.

Estoy sobre la tumba de mi abuela que en un par de meses cumplirá diecinueve años de fallecida. Y a pesar de tanto tiempo no discurre un día en el cual no la mencione o haga alusión a ella; de este modo, se mantiene viva en mi cotidianeidad. Evocarla me da seguridad. Me hace sentir que está conmigo y entonces creo que me mira, que me escucha, que me acompaña siempre.

No fui precisamente el primer nieto (el tercero en orden, el primogénito de su tercera hija) ni el más consentido ni el mejor de los cinco que tuvo mi abuela. Pero sí fui el único que se metió en su mundo y terminó por compartírmelo a fuer de la ‘lata’ que le debí dar para que me dejara formar parte de su vida.
La quise como estoy seguro no quiero a nadie más de mi familia, me quiso de modo tal que ante la inexperiencia de mi madre me arropó –literalmente- en sus brazos. Si de alguien aprendí a ser querido, fue de ella. Por eso su muerte en las proximidades del verano de 1991 clausuró para mí toda aspiración a seguir con vida. Quizá por ello, para seguir en pié, fue necesario hacerme creer que está siempre conmigo y que no me ha dejado nunca, que no es verdad que se haya ido, que también es cierto que está a mi lado, como consta en esa fotografía en la que parezco muy feliz.

Hacía muchos años que no viajaba a Tuxpan (noreste del estado de Veracruz) porque aunque existen familiares en ese lugar (la familia paterna está más diseminada por el estado y tampoco tengo trato con ella), para mí no queda nada que no se esa tumba blancuzca en la que yacen los restos de una mujer que en mi emotividad sigue viva.

Desde pequeño di muestras de no ser un niño común, prefería la soledad, el silencio, jugar solitario para poder crear mundos diferentes a ese en el que habitaba. No fue una infancia traumática porque no hubo golpes ni maltrato ni algún drama que me marcara (o eso pienso). Lo que si hubo fue una persistente resistencia a formarme en la fila del género que no quería. Ahora sé que mi rechazo a cumplir el modelo de hombre-niño se debía a que lo percibía tan absurdo, asfixiante, impositivo como también lo es el papel que se exige a las mujeres. Tendría siete años cuando pretendí deslindarme de esos roles, de ambos. No tenía ni idea de las teorías pero había una incomodidad en el cuerpo que me hacía sentirlo espinado, adolorido, como si tuviera que estarlo cuidando siempre del asecho de algo o de alguien que no era visible. O que al menos yo, no identificaba.

Padecí rechazo, incomprensión, críticas y mucha violencia (psicológica, verbal) por parte de padres y amistades, profesores y pares, religiosos y parientes, que pretendían quitarme esas ideas salidas quién sabe de dónde y regresarme al redil (del género, del que por supuesto no sabían nada pero estaban convencidos que tenía que ser así), al buen camino. Nunca les hice caso y mantuve una tensión constante que me hacía desear crecer para largarme lejos y empezar a vivir como quería. Luchar me hacía sentir como mi abuela, que siendo muy joven renunció a seguir viviendo con un hombre flojo que le jodía la existencia; la suya fue una vida de verdad difícil, dura y yo admiré siempre su fortaleza. Ella sacó adelante a sus tres hijos porque le sobraba orgullo. Me contó algunas veces fragmentos de su vida. Y orgullo fue una palabra que yo me repetía cada vez que sentía que caería vencido ante las exigencias de los demás. Creo que los he vencido.

La historia es larga pero la resumo así. La dolorosa muerte de mi abuela catalizó el salto que di a mi libertad. Un año después de su partida yo viajé a Xalapa para ingresar a la universidad y no volví a Tuxpan sino en contadas –e inevitables- ocasiones. En Xalapa, con diecisiete años, me sentí libre por primera vez de ese ambiente opresivo que había experimentado en la infancia y en los años de adolescencia (transcurridos entre Tuxpan y Coatzacoalcos, donde también viví).

Cuando la familia nuclear me alcanzó en Xalapa tiempo después, ya no fue posible que me encorsetaran (soy de los convencidos de que la familia jode más de lo que procura, lo refiero por experiencia). Lentamente había roto las amarras inspirado por una idea de que el cuerpo es mío y que tenía derecho a conducirme de acuerdo a mis deseos. El género llegaría a mi vida muchos años después, pero cuando ocurrió estaba listo para reemprender mi batalla contra la opresión de la norma. No sé si de verdad he vencido (sigo guerreando contra ello cada día), pero cuando estuve otra vez abrazando la fría loza que aprisiona a mi abuela, lloré de alegría sintiendo que sí había ganado la partida, que ella estaría orgullosa de mí sabiendo que como ella, también había podido triunfar sobre el destino no escrito que desde afuera muchas y muchos nos quieren imponer. Anhelo que mi vida valga la pena y le ofrezco como tributo cada una de mis pequeñas victorias, ¿será porque la sigo queriendo?

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