MASCULINIDADES EN RESISTENCIA

We're here. We're queer. Get used to it.

martes, 16 de noviembre de 2010

JE SUIS

De muy chico entendí que más terrible que padecer odio era padecer desprecio"
Sylvia Molloy, El común olvido.


Yo no crucé por los años ochenta, los ochentas me pasaron por encima. Cuando el furor del rock en tu idioma galvanizaba las rebeldías de bastantes, era un niño; cuando tuve edad para vivir esas vidas contadas en las canciones (“viaje de amor, de música ligera”), el mundo ya había amanecido a los noventa. En respuesta a esa imposibilidad ahora no admito ni rabia ni nostalgia: no soporto un karaoke con ese tipo de música. Para paliar el déficit, me anclé en los setentas (prefiero la música disco).

Y mientras los ochentas daban cuenta de un sinfín de sucesos, yo me esforzaba por agarrarme al recuerdo de la tierra donde había nacido, para sobrevivir a la existencia en otra ciudad que me era ajena y que me llevó mucho tiempo (con su respectiva dosis de dolor) adoptar como mía. Y cuando finalmente me sentía a gusto en ese hábitat, regresé al origen. Conclusión: no es que yo estuviera fuera de lugar, es que yo no tenía lugar. O sí, pero uno que no me gustaba, matarile rile ró.

El lugar desde donde se enuncia el halago suele dilucidarse cuando termina lo enunciado. El insulto, en cambio, tiene denominación de origen: difícilmente se olvida a quien nos ha proferido un insulto, una humillación, una descortesía. A mí el insulto me llegó como nombre propio, no como adjetivo. Hay quienes reciben felicitaciones, también quienes adoptan apodos, yo cargué con insultos. Uno solo pero que pesaba como si fueran varios.

No es que antes de éste, El Gran Insulto no hubiera habido algunas palabras cercándome como para darle densidad a mi vida; sí las había: arrogante, presumido, orgulloso, piedritas que me permitían armar castillos sólidos o escalas para saltar al muro allende mis limitaciones. Con esos modos no llegarás a ningún lado, repetía con dolorosa convicción mi madre, como si deseara que sus palabras se tornaran actos –mira por dónde, la performatividad anunciada y no la vi- y sin renunciar a esos modos y sin alejarme de ese caminito torcido que por inercia e intuición, imaginación e inteligencia había seguido: pisé Madrid.

Y así, en un gesto sin precedentes, viví los ochentas que se me habían ido mientras yo dormía y alcanzaba la cúspide de mi torre elaborada con las piedritas que fui acumulando durante años. Y como soy memorioso y algo comprometido, en pleno centro de Madrid, en la Puerta del Sol, agradecí la maldición materna, la materia prima y el insulto que me fundó. O que me hizo cobrar conciencia de quien yo no era. Cuando lo Queer llegó a mi vida, llevaba mucho rato esperándolo.

Así desperté de los años ochenta, con 1989 sobre mis espaldas: el Muro demolido –que cayó sin mi aplauso, pero no podía hacerlo si yo estaba en ruinas-, y la teoría torcida forjándose en un lugar distante e ignoto de mis coordenadas cotidianas. Desperté súbitamente para descubrir que no había estado dormido, que había hecho mío el dolor del "cáncer rosa", que sin saber por qué, lloraba los cuerpos desechados y despojados de nombre –de dignidad- y convertidos, a veces, en cifra -estadística pura y dura-.

Pasarían algunos años más, antes de que rezara con asiduidad el “Hablo por mi diferencia” lemebeliano, y otros tantos para que descubriera que mi acta de nacimiento dice: niño mestizo. ¿Queda algo aún que pueda sorprenderme? Tal vez, pero vuelva mañana, porque hoy estoy cansado y no quiero salir de mi insoportabilidad que me da paz.

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