El aún extenso y difícil camino por el reconocimiento de la diversidad sexual pasa por el desinterés de una amplia mayoría joven y adulta, que no se interesa por pelear para conseguir la normalización de las prácticas y discursos sexuales diversos que conforman el entramado social.
Las razones pueden ser muchas y válidas, legítimas o no, pero para darle vuelta e ir a la acción, se requiere de la participación convencida de los sujetos. Pero lo que se observa es una tendencia a dejar pasar las ocasiones para construir nuevas maneras de vivir la diferencia (en sentido estricto) y sí, en cambio, una predilección a conformarse, porque se concesiona un nuevo espacio (llámese antro o café), para el folclor gay o LGBT si hay suerte (léase inclusión). Eso es todo.
Es verdad que para conformar una identidad combativa primero hay que reconocer que se echa de menos algo en uno mismo o misma. Que se tiene un privilegio que no siempre funciona como salvoconducto, o bien, que se tiene una herida abierta o semicicatrizada que duele de vez en vez. En palabras de Cherríe Moraga “el peligro radica en no ser capaz de reconocer la especificidad de la opresión” (1988:21).
Si se piensa que se está bien porque no hay asesinatos de personas no heterosexuales (porque los medios no dan cuenta de ello, porque pocos leen prensa, porque se disimulan bajo el eufemismo de ‘crímenes pasionales’) desde luego que la gente termina por convencerse de que todo está bien y que cualquier insistencia en desvelar la realidad es mera intolerancia.
No exagero, me lo han dicho. Es difícil responder a quien de entrada no quiere saber, no entiende, dice no saber, cree no entender, entiende que no debe saber o sabe que su deber es no entender. Conocer es poder, sí, pero también es dolor. Dolor de mirar las heridas propias y reconocer el cuerpo basurizado (precarizado, estigmatizado, jodido) en el cuerpo de los otros. Dolor de remar contracorriente y no alcanzar la orilla o naufragar en las aguas procelosas. Dolor de subir la pendiente y no ver cerca la cúspide.
Dolor visibilizado que se interpreta por muchas y muchos como amargura, sinrazón, necedad. Y como la mayoría sólo quiere ser feliz, se aparta de todo intento de participar en pos de su propia liberación y la de los demás. Egoísmo y ceguera. ¿Cómo he internalizado mi propia opresión? se pregunta Moraga (:22). Es la misma cuestión que se desliza en la mente de bastantes sin posibilidad de enraizarse. O con muy pocas probabilidades de ello.
No cabe la liberación sin el reconocimiento de la propia opresión. No vale la búsqueda de la libertad de los otros sin el reconocimiento de su dignidad como personas. La tarea no es sencilla, pero quedemos quiet@s, ergo, sigamos como estamos, si todo está bien.
Luego están los discursos de la iglesia llamándonos anormales porque no nos ajustamos a la ecuación hombre-masculino-heterosexual y mujer-femenina-heterosexual. Las palabras de dirigentes que pueden decir, sin inmutarse, que los ‘matrimonios gay le dan asquito’. Las autoridades escolares impedir el acceso desde las escuelas a páginas web con contenidos específicos para la comunidad LGBT que también tiene derecho a conocer desde su orilla. Claro que todo está bien, creer lo contrario es intolerancia, necedad, sueños de loco y loca.
Moraga segura que “el opresor no teme tanto a la diferencia como a la similitud” (:25). Ahí radica el miedo de quienes joden con sus discursos excluyentes, pretendidamente dogmáticos, naturalizados. Temen descubrir que ellos y ellas están más cerca de eso que rechazan, se resisten a soltarse de su posición de privilegio para salir al encuentro de otro que más que raro es común. Es más sencillo asquearse y virar la cara hacia otra parte más amable del paisaje. Asco y basura lejos.
El asco, sin embargo, señala Silva, no es solamente una reacción biológica sino una construcción cultural. Esta es la razón por la cual los bordes entre lo que se considera asqueroso o no dependen de nuestra moral, perspectiva ética, percepción de la realidad y de las reglas entre lo que consideramos puro y peligroso. A veces estos bordes crean divisiones entre “nosotros” y los “otros”. Desde esta perspectiva, el asco es una emoción que nos permite calificar a los otros como subalternos con la finalidad de separarnos de lo que consideramos “sucio” y “contaminado”. El asco, en este sentido, no es solo un efecto sino la medida política para juzgar las acciones propias y de los demás como permitidas o prohibidas. (Silva 2009: 17).
Asco y basura. Cuerpos que no importan y que insisten en hacerse notar. Cuerpos precarizados porque así conviene al orden endeble de las cosas. Opresión que se conjuga en presente imperfecto, que entiende que la opresión de otros hiere personalmente. Sólo se si hace conciencia. Es posible conformar otros caminos para acercarse al otro. Sólo si se decide a actuar. Después de todo, la posmodernidad aún no nos ha arrebatado la posibilidad de soñar con otros mundos (im)posibles.
Moraga, Ch., (1988) “La güera” en C. Moraga y A. Castillo, Esta puente mi espalda. Voces de mujeres tercermundistas en los Estados Unidos, Editorial Ismo, San Francisco.
Silva S. R., (2009) El factor asco. Basurización simbólica y discursos autoritarios en el Perú, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, Lima.
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